martes, 24 de marzo de 2009

Esa noche...


Aquel pequeño local se había convertido en mi cobijo cada noche, como un pequeño templo de mis soledades. Sólo siete mesas, un ambiente oscuro y pequeñas velas de débil llama.

Cada noche me fundía allí, con otros ojos azules, que en realidad no sabían que buscaban, pero que vivían con la esperanza de saber encontrar. Yo cada noche, y sin excepción me adueñaba del rincón mas oscuro con un cigarrillo teñido de carmín entre los labios y una copa de champagne por la mitad con un solo cubo de hielo.

Hacia tiempo había decidido teñir mi vida con ropas de colores oscuros, pretendía pasar desapercibida entre las sombras de la noche y sin levantar sospechas pero insinuándome atrás de las cortinas de luz de luna que desdibujaban mi silueta.

Esa noche parecía que iba a ser como todas, otra de esas voces me acompañarían mientras bebía mi champagne y me fumaba mi cigarrillo.

Pero en una de las mesas que siempre estaba vacía, esa noche fue habitada por un hombre oscuro, misterioso que osó en retarme en un duelo de miradas.

El ya se había fijado en mí con anterioridad, aunque estaba seguro que no sucedía así a la inversa porque siempre prefirió mantenerse oculto.

En realidad le fascinaba ser misterioso, le daba un toque morbo a la situación y yo me divertía con eso.

Después supe que varias noches al llegar a su casa él pensaba en mí, imaginaba mis curvas tras mis ropas oscuras y de que manera me tocaría…

Aquella noche, por fin, se había decidido a acercarse más, a sentarse en una mesa a pocos metros de mí, con la esperanza de una posible conversación para empezar. Su necesidad sexual había vencido finalmente su timidez.

Pero claro, ese era otro asunto; yo tenía pinta de no buscar nada en especial. O muy al contrario, de buscarlo todo. Le parecía del tipo intelectual. Por esa parte no tendría problemas en sostener largas e interesantes conversaciones conmigo. Pero no debía perder de vista el objetivo final, que no era otro que llevarme a la cama. Debía andar con ojo avizor por si a su lado más sentimental le daba por enamorarse, cosa que no le apetecía en absoluto en ese momento de su vida.

Aunque inconscientemente sabía que le hacía falta dejar a un lado su soledad, que ya llevaba varios años, pero no quería reconocerlo. Sexo y nada más. Una o dos noches y a otro bar. Lo malo era que las mujeres interesantes como yo eran las únicas que le podían hacer enamorarse de veras. ¿Y si pese a todo acababa sucumbiendo? Lo mejor sería abandonar el local llegados a ese punto. Pero yo lo estaba mirando ahora... Fumaba un cigarrillo de un modo tan sensual...

El sabía de muchos otros sitios en los que podría ligar con chicas tontas, pero auténticos volcanes sexuales. Menos complicación. Igual placer. Igual sensación de vacío al final.

Los pros y los contras...

Se levantó mirando el reloj a modo de excusa. Apuró su copa y comenzó a andar con la intención de dirigirse a la puerta, pero en lugar de eso, sus pasos le llevaban directamente a mí.

Lo miré sorprendida como él se sentaba en mi mesa, y apagó mi cigarrillo con un gesto casi imperceptible. Era la primera vez que lo tenía tan cerca, aunque no era la primera vez que reparaba en él. Me llamaron la atención sus manos, una noche, mientras desde lejos lo vi beberse una copa en la mesa más alejada de la mía. Lo miré con ansia, con un ansia desconocida. Y me pareció que él me devolvía esa mirada.

Por un lado estaba ese deseo irrefrenable que, de repente, reinaba en ese bar, que salía por cada poro de su cuerpo. Por otro lado, los contras, esos contras que acabarían arrugados en el suelo como su ropa, esa noche. Pedimos otra copa, que dejamos caer dentro de nuestros cuerpos como lava de un volcán, y sumidos en algo indescriptible
empezamos a hablar. De menos a más, de menor a mayor intensidad. Como si nunca hubiesen hablado con nadie, como si el simple acto del habla fuese un descubrimiento para nosotros. Verdades universales, trivialidades, mentiras sinceras y algún que otro tabú. Y el primer roce, bajo la mesa, fugaz... pero intenso. Sin querer, o tal vez queriendo, yo había tocado sus piernas, y me pareció observar que me miraba con cierta desesperación y duda. Parecía segura de mí misma, pero a su vez tenía la sensación de encontrarme ante un hombre completamente perdido y desconcertado. Yo era una de esas mujeres fuertes, cultas e inteligentes a las que probablemente él tuviera miedo. Y además me insinuaba con mis gestos, con mis miradas, con cada calada al cigarrillo y con cada copa de champagne, la tercera de la noche. Al tomar de su copa, parecía abrumado y... mi mano se posó sobre la de él. Tenía las manos cálidas, suaves, tal y como las imaginaba. Lo miré fijamente, lo atravesé con mis ojos cargados de erotismo.

Le arrebaté la copa de manera sensual, bebí el último trago... y salí del bar.

Sí, estaba provocándolo, quería que me siguiera, quería ver hasta dónde era capaz de llegar. Él dejó sobre la mesa unos billetes y salió tras de mí, yo me ocultaba entre la noche, pero que dejaba entrever sólo lo que quería que él viera. Lo lleve por unas calles cerradas, oscuras, frías y de repente me detuve ante un cartel roto donde se leía "Old's". Todo oscuro. Él se acercaba a mí, lentamente, por detrás, y me susurró al oído algo que sólo yo logre oír, algo que logró ruborizarme. Me tomo desprevenida, había bajado la guardia... pero era lo que llevaba mucho tiempo esperando. Mordiéndome el labio, me acerque lentamente a él, moviendo mis caderas enfundadas en cuero negro, y lo bese, agarrando con fuerza su pelo, mientras lo sentía suspirar y acariciarme la espalda, caricias que me volvían absolutamente loca... su respiración se aceleraba y ya no había marcha atrás.

Él me abrazó refregándose contra mí y comenzó a susurrarme palabras obscenas al oído. Eso me gustaba, porque gemí entrecortadamente mientras sonreía con los ojos cerrados.

'El vicio tiene muchos disfraces, -me dijo él- y uno de ellos es la virtud. No hay mujer más fogosa que una intelectual liberada de prejuicios'.

... Levantó mi top y se aferró a mis pechos. Me los estrujó y retorció con fuerza y pasión hasta que los rosados pezones se endurecieron. Al mismo tiempo me dio una serie de mordiscos en el cuello y el lóbulo de la oreja, y no cesaba de frotar su miembro contra mi entrepierna. Pude notar su erección sin duda. La temperatura de ambos aumentaba por momentos, al dar rienda suelta al deseo. Yo gemía y él supo que me gustaba. Quizás hacerlo en pleno callejón, donde cualquiera nos podía ver, aumentaba el morbo de la situación.

Y le pedí que me lo hiciera ahí mismo…

Él me sonrió lascivamente por respuesta, me dio vuelta y se pegó a mi trasero. A continuación siguió apretándome los pechos mientras metía la otra mano en mi pantalón y encontraba mi sexo, comenzando a acariciármelo. Eche la cabeza hacia un lado sacudida por oleadas de placer; suspiraba entrecortadamente. Él intentó empatizar conmigo y se vio por un momento en su posición: dos manos tocándome la vagina y el pecho con maestría mientras sentía su erección. Debía estar sintiendo un placer máximo. Extremo.

Yo estaba empapada. Los dedos de él resbalaban. Otras veces introduciéndolos en mí, que ahogaba un grito de placer. La masturbación duró varios minutos hasta que finalmente yo, de espaldas, lleve las manos hacia atrás y desabroche su pantalón. El pantalón y calzoncillo cayeron a la sucia y fría calle. Mis manos también eran sabias, y mediante el tacto estudiaba su pene, pero sin darme vuelta. Era bastante grande y se hallaba en su máxima erección y dureza.

Entonces él me bajó el pantalón y atrayéndome hacia el, me penetró de un golpe y con fuerza. Su miembro entró sin dificultad merced al río de flujos que yo soltaba. No obstante, tocaba mis paredes vaginales y la llenaba por completo. Y tuve un tremendo orgasmo entre convulsiones mientras él se movía despacio. Luego comenzó a acelerar el ritmo. Las embestidas tenían más potencia cada vez. El placer que sentía era indescriptible y el mío era igual a juzgar por los gritos que soltamos.

Ahora el acoplamiento de sexos era total.

Y el éxtasis fue sensacional. Su pene palpitaba dentro de mi y así estuvimos cinco minutos, recuperando el aliento.

Luego nos vestimos y mordimos mientras sonreíamos…

Fumamos un cigarrillo.

El tabaco duró un breve instante que se hizo eterno. Todo había sido muy rápido, todo había ido tal y como queríamos, habíamos disfrutado el uno del otro hasta quedarnos sin aliento. Sentados en distintas veredas, mirándonos, sin atrevernos a articular palabra. Buscábamos respuestas en los ojos del otro a preguntas que no osábamos formular en voz alta... porque nada nos daba derecho a hacerlo. Y, de nuevo, los pros y los contras, que se ponían de acuerdo para hacernos esclavos de la duda. Y yo lo miraba…con aire derrotado... ¿en qué estaría pensando ese hombre, que había conquistado mis murallas con un simple duelo de miradas en el bar? Y él... no dejaba de preguntarse qué pasaría por mi mente, mujer misteriosa, que se escondía entre las sombras de la noche con aire descarado.

Noche, que se cernía majestuosa sobre nosotros. La oscuridad pesaba más y más, como también pesaban nuestros silencios y nuestras miradas decían más que todo lo que en ese momento pudiéramos decirnos. Las luces de la calle, con su resplandor nos interrogaban sobre lo qué pasaba por nuestras mentes, nos iluminaban con luces
acusadoras, pero ansiosas por saber...

Me levante antes que él, y sin dejar de mirarlo a los ojos me
acerque lentamente. Estaba cansada, pero me contoneaba tan
sensualmente como al comienzo de la noche. Estaba despeinada, el carmín de mis labios había desaparecido. Cuando estuve delante de él me incline ante su rostro y lo acaricie de un modo juguetón en la nariz. Inesperadamente, lo besé y rompí a correr en medio de las calles oscuras.

Él intentó seguirme, pero no pertenecía a la noche. Simplemente me perdió. Mi ropa negra se fundió con las sombras de la noche, y la oscuridad le ponía obstáculos a su carrera hacia algo que en realidad desconocía. El respiraba con dificultad, apoyado en una esquina sucia y solitaria, consciente de que no me volvería a ver a menos que yo me mostrara. Se sentó en la vereda, derrotado, mientras pensaba en cada gesto, en cada mirada, en cada suspiro.

Y yo, dos calles más allá, me preguntaba por qué se había ido….